sábado, 26 de noviembre de 2016

Hasta nunca, comandante.



Una persona que tiene el carisma, el valor y la generosidad de entregar su vida a una revolución destinada a liberar a un pueblo de un régimen injusto, merece un lugar de honor en la historia. Es alguien grande.

Cuando ese alguien, tras la revolución, se agarra al poder como una garrapata, y no duda en encarcelar, torturar y asesinar a todos aquellos que pretendan ponerlo en duda, el valor se vuelve cobardía, la generosidad mezquindad y la grandeza miseria.

Yo, que amo la libertad, nunca he sido capaz de encontrar ninguna diferencia entre dictadores rojos o azules, de derechas o de izquierdas, de arriba o de abajo. Ni siquiera entre cualquiera de esos y los dictadores de en medio. Todos son dictadores. Todos son el antídoto de la libertad. Todos adoran el consenso, ese consenso que se consigue eliminando a los disidentes.

Yo, que amo la libertad, nunca he entendido por qué personas que se dicen demócratas sienten la necesidad de justificar a dictadores “de su color”. No me vale que fulanito promoviera una sanidad admirable, ni que menganito inaugurara unos pantanos cojonudos, ni que zutanito impulsara el deporte de competición como nunca se había hecho. ¿Acaso puede nada de eso justificar una sola muerte? ¿Acaso puede justificar miles de ellas? ¿Acaso puede justificar la conculcación de la libertad de millones de personas?

Hoy he oído hablar bastante de las famosas partidas de dominó entre Fraga y Castro. Un bonito paradigma de eso que algunos dicen de que los extremos se tocan. Fraga y Castro, tan distintos y, en el fondo, tan lo mismo: dos amantes de la opresión, enemigos de la libertad del prójimo.

Hasta nunca comandante.

martes, 8 de noviembre de 2016

El mundo al revés

Hoy es el día. Llevo muchos años preparándome para este momento.

No puede fallar nada.

He leído todo lo leíble, estudiado todo lo estudiable, me he formado con los mejores maestros, he recorrido el mundo para ver las creaciones más innovadoras y aprender de sus artífices, he trabajado de sol a sol, he tachado, he corregido, lo he tirado todo y he vuelto a empezar, una y otra vez…

He sacrificado muchas cosas, pero lo he logrado. Mis maestros me han felicitado por el resultado, me han dicho que están orgullosos de mí.

No puede fallar nada.

Hoy comparezco ante el vizconde para presentarle el puente que he diseñado para unir los dos lados de la ciudad. El puente que permitirá el paso de los carros de mercancías, de las caballerías del ejército, de los rebaños… El puente que sustituirá al viejo de madera, permitiendo que los barcos lleguen río arriba con sus cargamentos.

No puede fallar nada.

Me he puesto mi mejor traje. No es gran cosa, pero es el mejor que tengo. Al menos está limpio, no demasiado descolorido, y los pocos remiendos que tiene están bien disimulados. Entro en el palacio con decisión, con los planos bajo el brazo, y aprovecho para admirar el buen trabajo que hicieron sus constructores.

No puede fallar nada.

Un mayordomo me lleva hasta un lujoso salón y me deja plantado delante de una mesa larga tras la que se sienta, en el centro, el vizconde. Lo flanquean dos personas más. Los conozco. ¿Son los que van a juzgar mi proyecto?

Algo no va bien.

Les muestro los planos, les explico el diseño y les cuento cómo será el proceso de construcción. He previsto con detalle el origen de las materias primas, la necesidad de mano de obra, los plazos, los costes…, todo.

El vizconde hace como que escucha pero se lo ve aburrido, pensando en cualquier otro asunto más excitante, como una tarde de caza o una buena fiesta en la corte. Los otros me observan, hacen muecas, de vez en cuando se miran entre ellos, cuchichean algo y se ríen. Yo mantengo la calma y continúo con mi exposición, como si nada.

El de la derecha es un joven rubio de mofletes sonrosados que no deja de hurgarse la nariz. Hace pelotillas, pero solo se come la mitad. Las demás las lanza hacia mí con una sonrisa que pretende ser maliciosa pero que se queda en bobalicona.

El de la izquierda es moreno y muy velludo. Con una astilla afilada lo mismo se saca mugre de entre las uñas que se excava el sarro o se rasca las orejas.

El rubio me interrumpe con un carraspeo. Yo hago una pausa y le miro expectante.

­—La cosas esas que abultan en los costaos del dibujo no me gustan.

—Son las pilas —le explico—, son necesarias para reforzar la estructura.

Pos no me gustan…

El moreno también se anima a dar su opinión, sin dejar de masticar su astilla.

—Los agujeros son muy grandes. Hacen feo. Pa mí que habría que poner más agujeros pequeños, pa que no tenga cuesta.

—El puente está diseñado para que resista la corriente y permita pasar a los barcos que traen mercancías de la capital. Por eso tiene tres ojos…

—¡Ojos!, ja, ja, ¡ojos! Lo que tiene es tres culos —el rubio alardea de risa boba, recorriendo con la mirada las amplias alas de la sala, disfrutando de su público imaginario. Remata la gracia lanzándome un proyectil de moco.

Yo intento retomar mis explicaciones pero los tipos no dejan de interrumpir.

—A mí no me convence —dice con cara de asco el rubio.

—Hacerlo de piedra es una idiotez —sentencia el otro—. Hay que hacerlo de madera, como el de ahora.

—¡Eso, una idiotez! —se solidariza el de los mofletes.

El vizconde parece no estar ahí. Sigue pensando en su cacería, o en su fiesta, o en lo que sea, pero de repente despierta de su sopor y da por finalizada la presentación. El mayordomo arranca los planos de mis manos y se las entrega a su amo, me toma del brazo, me acompaña a una pequeña alcoba y me dice con tono abrupto que espere allí mientras el tribunal —¡el tribunal!— estudia mi propuesta.

Al cabo de un rato muy cortito se abre la puerta y entra un hombre con mis planos. Lo conozco. Es el arquitecto de palacio.

—No les ha gustado —me dice al entregarme los rollos—. Lo siento.

—¿Qué no les ha gustado? ¿Acaso el hombre rubio no es el hijo del porquero, del que incluso su padre reniega por borracho, vago y mujeriego? Y, ¿no es el moreno el que mató al escribano con un garrote porque decía que saber leer era algo demoníaco?

—Los mismos —me contesta con una sonrisa amarga.

—¿Y acaso no sois vos el arquitecto de palacio? ¿No deberías haber sido vos, y solo vos, el encargado de juzgar mi trabajo y de decidir si es bueno o no lo es?

—Mis obligaciones me mantienen alejado de estas cosas. Reuniones en la corte, fiestas, banquetes…

Lo miro con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir.

—No me miréis así —me dice—. A mí tampoco me gusta esta vida, pero es lo que hay. Es lo que el vizconde desea. Ahora tiene a sus consejeros.

—¿Sus consejeros? ¿Esos dos? ¿Y por qué ha ido a elegir precisamente a esos dos, que no son capaces ni de escribir su nombre?

—Nadie lo sabe. Son sucios, groseros y profundamente ignorantes. Tarde o temprano llevarán a la ciudad a la ruina, pero ahí están, y no parece que nada ni nadie vaya a poner remedio a esta situación.

Estrujo los planos entre mis manos temblorosas por la rabia contenida y salgo cabizbajo.

—Por si os interesa saberlo, a mí sí me gusta vuestro puente —me grita el arquitecto mientras me alejo—. Es un diseño brillante.

Atravieso la ciudad a paso ligero, renegando entre dientes, hasta que llego al río. Cruzo hasta el centro del viejo puente y me apoyo en el pretil destartalado. Arranco un trozo de plano y lo lanzo al agua. Mientras se aleja flotando aguas abajo lanzo otro, y luego otro y otro más. Ya no hay planos, sino una flota de pedazos que navegan rumbo al mar.

Mis uñas se clavan en la madera putrefacta del puente viejo. Aprieto los dientes. Me aguanto las ganas...